CAPÍTULO 7. LOS GUARDIANES DE MARÍA




 



Mediodía 

28 de diciembre del año 1370    





¡Isabel! - se oyó una voz ronca que llegaba desde fuera de la casa.

    El portón se abrió, dejando entrar tibios rayos de sol junto a un hombre con abundantes canas. Tras él un muchacho joven y barbilampiño le seguía portando una taleguilla.

     Los dos se sorprendieron al ver al hombre sentado en el taburete. El más joven se dirigió hacia el patio mientras el mayor empezó a hablar en un taburete cercano a él.

    - ¡Hombre! Me alegro que se haya recuperado tan pronto. Entre los humedales parecía usted bastante mal trecho. ¡Menudo susto nos dio a mi hijo y a mí! -dijo el hombre y agregó. - Se nota que es usted un hombre fuerte.

    -Gracias. -contestó el hombre cortésmente. - Estoy profundamente agradecido por lo que han hecho por mí.

    -Bueno, no se preocupe, después de ver la sangre que perdió ya es suficiente satisfacción de verlo levantado de la cama. Si todo va bien en un par de días podrá estar completamente bien. A propósito, no me he presentado. Me llamo Francisco Hinojosa y aquel que viene del patio es mi hijo Diego. Él fue quien lo encontró, cuando iba a recuperar unas trampas. Y a mi hija Isabel ya la conoce.

    -Soy Miguel de Artuán, noble y caballero, solo puedo decirles esto por el momento.

    - ¿Cómo tampoco nos podrá decir que es lo que hacía allí?

    -No ya le he dicho que no. Pero si que les digo que es algo muy importante y por todo lo que han hecho serán recompensados.

    -Vamos señor Artuán, que no fue para tanto. Somos gente sencilla y lo hubiéramos hecho por cualquiera en su estado. -dijo Hinojosa al tiempo que su hijo movía afirmativamente la cabeza. - Lo único que me ronda la cabeza es el hecho de que hacía de esa guisa en los humedales porque creo que al meterlo en mi casa tengo ese derecho.

    -Lo entiendo. Pero le repito, que solo puedo decirles que estaba allí por una caja envuelta en piel que llevaba en mi pecho.

    - ¿Una caja en vuelta en piel? - dijo Juan Hinojosa sorprendido.

    -Sí, una caja muy especial. La cual era mi deber protegerla aún a costa de mi vida. - Y Miguel de Artuán preguntó-. ¿No la vieron cuando me recogieron de allí?

    Hinojosa negó con la cabeza y se dirigió con la mirada a su hijo.

     -Fue el primero en encontrarlo ¿Verdad Diego? -y le preguntó directamente. - ¿Viste algo parecido a lo que está diciendo el señor Artuán, hijo?

      -No padre, no vi nada. Sabe que me puse bastante nervioso al verlo pues en un principio lo creí muerto y fui corriendo hasta usted, para advertirlo.

    -Como ve, no sabemos nada de la caja de que habla.

    Hinojosa vio entonces la mueca de contrariedad de Miguel de Artuán.

    -Pero no se preocupe. - Continuó diciendo. - Mañana si se encuentra mejor iremos los tres al sitio donde lo encontramos y la buscaremos, pues si dice que la llevaba, allí debe estar. Es probable que se le cayera poco antes de perder el conocimiento.

      Miguel de Artuán con esas palabras se tranquilizó. Aunque sintió que la angustia de días pasados empezaba de nuevo a hacer mella en él.







     Los rayos del sol se reflejaban en los humedales, devolviéndolos convertidos en finos hilos de oro. Miguel de Artuán se había sentado en un banco hecho con un tronco de palmera. Estaba dispuesto en dirección a los humedales. Había preferido dejar a la familia Hinojosa seguir con sus labores cotidianas. Se sentía como el invitado forzoso que era y con el agravante de que estaba herido. Pero había tomado la decisión de aceptar la invitación de Juan Hinojosa de ir a los humedales para tratar de recuperar la caja, eso lo tranquilizó.

    Unas voces le sacaron de sus pensamientos. Volvió la cabeza y vio a Isabel junto a su padre que se acercaban hablando animadamente.

   -Padre. -Oyó que decía Isabel. - Cuéntale al señor Artuán, lo que ha pasado en las Azucenas.

    -Tranquila hija mía. -Le contestó con una carcajada. - Espera que llegue hasta el banco y me siente. Estoy ya mayor para seguir tu ritmo.

  Buscó acomodo en el banco que se encontraba Miguel. Miró a su alrededor y vio a su hijo que se afanaba en sus labores. Estaba preparando las trampas y aparejos para el día siguiente.

     -Aunque les digas que no lo hagan, que descansen. No lo hacen. No paran nunca, Artuán. Me siento muy orgulloso de ellos.

     -Venga, padre, cuéntelo otra vez. -le cortó Isabel.

    -Esta bien, pero a lo mejor no está el Sr. Artuán para historias.

    -Cuéntelo, Sr. Hinojosa, será un honor escucharlo. -contestó Miguel de Artuán.

     -Bien, pues empezaré diciendo que después de haberlo dejado aquí. Hemos ido mi hijo y yo a Illice con la intención de comerciar como todos los días. Pero hoy nos hemos encontrado con un gran revuelo. Entre corrillos la gente decía que uno de los guardacostas. Un tal Francesc Cantó. Se había encontrado un arca en las Azucenas la cual llevaba, como pudimos comprobar después, la imagen de una virgen. Cantó entonces se dirigió a Illice con la nueva y a media mañana estaban de vuelta con el regidor y demás autoridades comprobando la veracidad del hecho. La noticia se corrió como la pólvora. Cuando llegamos mi hijo y yo, había ya una gran multitud de curiosos que como nosotros nos habíamos acercado a verla. También se habían acercado los de Alicante y hasta el mismísimo obispo de Orihuela. Y allí en el centro de la multitud se encontraban estos en una acalorada discusión. Ya que todos tenían sus razones para querer tener la imagen. Pero de entre todos, un arriero que había allí, les propuso algo que a todos les pareció bien. Poner el arca en el carro de bueyes. Y si la providencia era la que la había traído aquí que fuera ella la que decidiera donde debía estar. Pues si había decidido aparecer en las Azucenas de Tamarit, también decidiría a donde querría estar. Así lo hicieron, pusieron el arca en el carro y tapándole los ojos a las bestias le dieron vueltas hasta desorientarlos. - Hinojosa hizo una pausa para ver, divertido, las caras de su hija y de Miguel.

          - Sigue, padre. Por favor.

         - Pues nada. Los bueyes eligieron una dirección. Y eso que lo probó hasta cuatro o cinco veces. Y aún poniéndolos de distintas formas y maneras.

          - ¿Qué dirección? - Preguntó lleno de curiosidad Miguel de Artuán.

          - Illice, sr. Artuán.- después de un breve silencio, continuó:

        - Siempre terminaban dirigiéndose allí. Luego, el Justicia Mayor de Illice les hizo caer en cuenta que, en la tapa, había grabado la frase en lemosín.


          - ¿Y qué frase era?-Volvió a preguntar Miguel de Artuán.

         - Soy para Illice. 

 

        Miguel de Artuán sonrió. La señora estaba ya en casa. Todo lo que había escuchado le llenó de paz, porque sabía que volvería a encontrar la caja. Porque aquel era su destino.









Fin Capítulo 7