CAPÍTULO 9. LOS GUARDIANES DE MARÍA
30 de Diciembre del año 1370
¿Dónde está la caja?
Al alba, Francisco Hinojosa y su
hijo llevaron a Miguel de Artuán al lugar donde lo habían encontrado. Vio el
carrizo chafado a causa del peso de su cuerpo y algunas gotas de sangre seca
que quedaba en el. Diego le explicó como lo había encontrado y de qué manera
estaba colocado. Miguel de Artuán lo miraba todo con sumo interés. Se
dispusieron a buscar después de que Miguel les explicara cómo era el objeto que
estaban buscando. Al principio padre e hijo se pusieron con él, ayudándole,
pero conforme pasaba el tiempo y avanzaba la mañana el pesimismo empezó a
contagiarlos. Francisco se excusó con Miguel diciendo que debían seguir con su
tarea diaria. El hizo un gesto de asentimiento viendo como padre e hijo se
perdía entre el carrizo.
Miguel de Artuán se sentó en un
pequeño montículo. Se preguntaba si no había sido víctima de un engaño, si
padre e hijo no se habrían quedado con la caja a la espera de conocer su
contenido. Y su pesar era cada vez más grande porque al mostrar su interés por
ella lógicamente le estaba dando el valor que ellos esperaban. Se lo negó con
la cabeza, había algo en él que le hacía creer en la sinceridad de Francisco
Hinojosa.
Y luego, estaba Diego, sonrió, tranquilizándole. Desde que lo vio supo que su padre tenía razón. El muchacho sólo tenía ojos para agradarle, ya fuera en la caza como en los quehaceres
cotidianos, afanándose para que su padre se sintiera orgulloso de él. Decidió volver a la casa, al día siguiente
volvería solo y desandaría lo que caminó la noche anterior, quizás así y un
poco de suerte la recuperaría.
El relincho de unos caballos,
alertó a Miguel de Artuán, cuando se disponía a salir de entre los carrizales,
para dirigirse a la casa. Desde su situación, la veía en toda su amplitud.
Había tres caballos hocinos, altos y fuertes, eran caballos usados por los
soldados en la reconquista.
-
¿Soldados? -. pensó Miguel.
Una mezcla de gritos y risas, le hicieron mirar hacia la puerta de la casa. En ella pudo distinguir a Diego, tirado en el suelo inmóvil. La puerta se abrió de golpe y vio salir, a Francisco Hinojosa, a volandas en la dirección, en donde se encontraba su hijo, mientras un soldado salía por ella. Hinojosa vio a su hijo tirado allí y se movió, entre sollozos, tratando de cogerlo entre sus brazos.
Ya tenía la certeza, de que le
estaban siguiendo muy de cerca.
Se
movió, buscando la parte trasera de la casa. Sus movimientos eran casi felinos,
sus músculos en tensión, hacían que la dificultad de andar entre los carrizales,
no hiciera mella en él, como ya lo había hecho antes. Pronto estuvo en la parte
trasera de la casa. Se veía claramente el tronco, en que habían estado sentados
la tarde anterior, junto a Isabel y su padre. Le vino de pronto, la risa
juvenil de Isabel, y la ira volvió a inundarlo.
A su izquierda estaba el cobertizo, con la cocina y la leñera. Esperó unos segundos, hasta asegurarse que no había nadie, e inclinándose se dirigió a la carrera hasta allí.
El soldado estaba de frente, con los brazos distendidos, llevando la espada de forma relajada. Se sentía el amo y señor de la situación. Miguel de Artuán se fijó que, por la hoja de la espada, corría sangre mientras Francisco, de espaldas a él, caía de rodillas llevándose las manos al estómago, tratando de taparse la herida, mirando incrédulo al soldado.
-
¡Asesino! -. logró dejar escapar Francisco, mientras caía de rodillas.
El soldado le propinó una patada en el mentón, haciendo
que cayera de espalda y quedara boca arriba, al lado de su hijo. Al
levantar la cabeza, la cara del soldado se convirtió en una mueca de sorpresa.
Miguel de Artuán se acercaba con decisión hasta él. Vio el reflejo de su espada
y la decisión de matarlo en sus ojos. Sin pensarlo, levantó su espada con ambas
manos, para asestarle un golpe mortal. Mas ya fue demasiado tarde, o su
adversario era demasiado rápido, solo se lo dirían cuando llegara al infierno.
Miguel de Artuán dio un rapidísimo giro sobre sí mismo, esquivando el tajo,
mientras le mandaba un mandoble. El soldado incrédulo, como sí a cámara lenta
se tratara, vio la acción de su adversario, como la espada giraba y se dirigía
hacia su cuello, y luego… la oscuridad.
Miguel corrió hacia Francisco Hinojosa
sujetándole la cabeza.
-Miguel...
por Dios... –. Una burbuja de sangre salió de su boca-. Sálvela... Isabel....
Sintió
las manos de Hinojosa, que le aferraban con fuerza su camisa, mientras una tos
de muerte le llegaba.
-Protéjala...
-Lo
juro Hinojosa. Por el cuerpo de su hijo que está ahí a su lado. - dijo Miguel arrastrando
cada palabra.
Entonces
el viejo, le devolvió una sonrisa a la vez que, su cabeza giraba. Había muerto.
Se incorporó y se dirigió hacia la puerta, dándole una feroz patada.
El cuadro que vio Miguel de Artuán
no le gustó nada.
Isabel se encontraba tirada encima de la mesa, su ropa hecha jirones, mostraba sus carnes llenas de arañazos y moretones, a causa de la resistencia ofrecida ante esos desalmados. De su boca salía un hilo de sangre, pero no parecía preocuparle, ya que su concentración estaba, en retorcer su cuerpo en titánica lucha, por escapar de las garras de ese desalmado, mientras este, encima de ella reía del ímpetu de esta, en su lucha por librarse de él. El otro más alejado, estaba mirando la escena, con sus ojos llenos de lujuria. En ese momento se dirigía con acritud a la muchacha.
-¡Irse al infierno! -. gritó Isabel, mientras golpeaba el pecho del soldado, en
un intento de zafarse de él -. ¡No se dé que me estáis hablando!
-No
lo niegues. Sus ropas están ahí fuera tendidas. Son demasiado ostentosas, para
unos desarrapados como vosotros -. dijo despectivamente el soldado -. Y teniendo en cuenta que él. no se separaría nunca de la
caja, es evidente que continúa aquí. Así que, si no quieres pasar por algo peor
que la muerte. ¡Habla! ¿Dónde está?
-
¿Me buscáis cobardes? -. su voz sonó como un trueno en la habitación. -. ¡Dejad
a la chica en paz! .
Los soldados se volvieron sin
sorprenderse, el que había hablado, le miró cínicamente.
-Parece
que tu valentía, no está precedida por tu fama. Ha tenido que morir un viejo y
un niño, para que te dejaras ver.
-Eso
mismo me dijo, vuestro compañero de ahí fuera, antes de morir... Me dijo
también, que no se os olvidara, llevarle su cabeza -. Y haciendo una pausa
continuó.-. Que os esperaría en las puertas del infierno, para así, poder
entrar los tres juntos.
Los soldados borraron las
sonrisas de sus rostros.
-Sabes
por qué estamos aquí, tienes algo que queremos, y nos lo vamos a llevar, te
guste o no.
-Lo
mejor de todo, es que ellos, os dijeron la verdad. No la tengo. Pero como ya
sabréis, si la tuviera, jamás se la daría nadie, y menos a dos Caballeros
Blancos.
Los dos
soldados se miraron sorprendidos. ¿Cómo sabía lo que eran?
-Y
mi pregunta es esta. ¿A quién le interesa tanto, para pagar a Caballeros
Blancos a buscarla?
-Eso
no lo sabrás nunca. Pero, ¿Quieres hacernos creer, que después de todo lo que
sabemos que has pasado, la has perdido?
-
Sí, es la pura verdad.
-Has
demostrado ser inteligente, adelantándote siempre, a nuestros planes. No nos
quieras hacer creer, ahora, que solo te ha acompañado la suerte. No lo creeré,
así que debes darnos la caja o...
El espacio en que se encontraba era reducido, y eso le daba cierta ventaja, ya que sabía que no le atacarían los dos a la vez. Pero al ver al soldado más alejado, moviéndose en busca de un ángulo muerto, comprendió que debía buscar una pared, que le protegiera la espalda, sin perderlos de vista. Miguel de Artuán se dio cuenta, que debía ganar tiempo. Se movió unos pasos en busca de la pared, mientras hablaba.
- ¿Y porque crees que no te mataremos?
-Porque si lo hacéis, nunca sabréis si verdaderamente la he perdido. Y ahí es donde yo os llevo ventaja, pues a mí me mueven otros intereses, distintos a los vuestros. Sé que desollaríais por una bolsa de oro. Por eso y porque sé, que lo voy a hacer yo. -contestó con seguridad.
- ¿Y qué supones que debemos hacer?
-Defenderos como mejor sepáis, porque para mí va a ser un alivio el limpiar el mundo, de unas alimañas como vosotros.
El soldado que había buscado un
ángulo muerto, pensando que Miguel se encontraba desprevenido, atacó. Miguel de
Artuán, aunque había entrado con la espada desenvainada, ahora, se encontraban
sus manos sobre la empuñadura, y la punta de esta, en el suelo formando una
cruz brillante, de una forma que parecía relajada. El soldado siguió pensando
que lo tenía todo a su favor, cualquier movimiento que hiciera su rival, lo
sabría atajar. Miguel de Artuán lo vio venir, pero continuó inmóvil, hasta que
el soldado alzó la espada. Entonces sus músculos se tensaron, solo hizo un
movimiento seco, pero que, al verlo, pareció suave. Le dio una patada a la hoja
de su espada, mientras la sujetaba fuertemente con ambas manos, elevándola como
por arte de magia, a la altura del pecho de su adversario. El soldado que
llegaba en carrera frenó en seco como si una fuerza invisible lo parara. Su
rostro reflejó desconcierto y cayó de rodillas, viendo el rostro inmutable de
Miguel de Artuán. Sus ojos parecieron salirse de las órbitas, al sentir el pie
de su rival, encima del hombro. Sin mirarlo siquiera, con un gesto del brazo,
le sacó la espada del pecho. El otro soldado vio ahí su oportunidad, lo tenía
de espaldas en ese momento. Sacando su espada, se abalanzó sobre él, ahora no
podría hacerle ninguna treta, pensó. No contaba que Miguel continuaba en
tensión, oyendo las pisadas, de su adversario sobre las tablas del suelo,
dirigirse hacia él. Se mantuvo quieto calculando la distancia, y se dijo
¡AHORA!
Como una exhalación, volteo su espada por debajo de su codo, al tiempo que se dejaba caer de rodillas, y subía la punta de esta, hacia arriba, el soldado paró en seco, dejando caer la espada al suelo, mirándose el estómago, como no creyendo que la espada de su enemigo, pudiera estar alojada allí. Vio como Miguel de Artuán se daba la vuelta, y notó el roce de la hoja de la espada, desgarrándole las carnes y oyó el golpe de su cuerpo, al caer al suelo. Algo viscoso y caliente le corría por la boca, sin darse cuenta que, era su propia sangre. Una voz que le parecía entre tinieblas, le dijo:
-Esta
es vuestra justicia. Quien a hierro mata, a hierro muere.
-Aunque
yo muera, sabes que no podrás ocultarte, ni podrás tampoco protegerla mucho más,
porque es imposible escapar a nuestra mano. Hagas lo que hagas, al final la
poseeremos.
-Pues
sin cabeza, las manos no tienen voluntad. Así que yo Miguel de Artuán, la
cortaré. Cuando llegues al infierno, díselo a él. NUNCA LA TENDRÉIS.
-Ni
la señora podrá ayudarte. ¿Es que no ves
que te ha abandonado?
-La
Señora, nunca abandonará a uno de sus guardianes.- Sentenció Miguel.- Eso es lo
que nunca comprenderéis.
El soldado soltó una bocanada de
sangre por la boca, y luego con mirada vidriosa, se entregó a la muerte.
FIN DEL CAPÍTULO 9